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La profecía de Orión de Patrick Geryl


Día del Libro 2019:




Artículos de Pedro Navazo


 INTERCAMBIO DE PAREJAS
(A mi amiga Balbi, que conoce bien cada rincón de León)


La vida es un viaje y quien viaja vive dos veces. Ya ves, Fernando, que te he hecho caso, y me he animado, por fin, a salir de casa. Deberías ver las rozaduras de mis talones después de toda la mañana sin parar por todo el empedrado de León: ¡vaya día!... Agotada no, lo siguiente, como diría el incorregible de nuestro nieto Daniel. Pero el recorrido no ha estado mal: la catedral, que – según el guía- tiene más cristal que piedras, y más luz que cristal, me ha gustado mucho: hasta se me saltaban las lágrimas acordándome de ti, con lo mucho que te gusta el “arte de las piedras”.
Después de salir, en la misma plaza, compramos (como siempre) unos souvenirs para todos, y más tarde nos perdimos por el laberíntico Casco Antiguo visitando su muralla, plazas y monumentos, y tomando en el barrio “Húmedo” unas cañas acompañadas de suculentos pinchos.
¿Te acuerdas de Ángel y de Claudia, aquel matrimonio de Ávila con el que coincidimos tanto?... Pues esta vez él vino solo: ella se fue también repentinamente hace más de medio año. ¡Qué casualidad!: me lo contó anoche mientras cenábamos, después de preguntar por ti.
Y luego, en la Sala de Fiestas, estuvimos bailando. Al tercer baile me dijo que tengo unos ojos que enamoran: justo lo mismito que me decías tu cuando, de jóvenes, empezamos a salir.
Te dejo, que, entre la paliza de la mañana y el bailoteo de hace un rato, estoy que no me tengo. Además, mañana a las nueve salimos de excursión a Astorga: una ciudad,    según me ha explicado Ángel (que parece muy erudito), con un importante casco antiguo, donde cada rincón es un trozo de historia y de misterio, que conserva dos kilómetros largos de su antigua muralla romana; una esbelta catedral dedicada a Santa María, con una exuberante portada barroca, y un impresionante retablo; y un palacio episcopal, diseñado por Gaudí (que, visto en fotografía, transmite la sensación de formar parte de un parque temático o el castillo de Herodes colocado en un Belén), con un importante legado del Camino de Santiago…. ¡Ah!, después iremos a Castrillo de Polvazares, un pueblo cercano, muy típico, donde comeremos el famoso cocido maragato: ya sabes, ese que se empieza comiendo primero la carne y se termina por la sopa, para cumplir el dicho de “sobrar algo, que sobre la sopa”

Ya te iré contando…
Buenas noches.
                                     Pedro Navazo, Febrero 2020






“VEINTICINCO DE DICIEMBRE, FUM, FUM, FUM…”

                                                                          Mejor que todos los regalos debajo del   árbol de
                                                                        Navidad, es la presencia de una familia feliz.
      


Aunque la crisis seguía instalada en nuestra casa, con mi padre en el paro desde hacía más de un año y medio, mi madre no cesaba en su empeño de celebrar la Navidad como Dios manda.
Encerrada en la cocina, mandil en ristre, cocinó una cazuela de sopa de pescado, sin decirnos que era de sobre;preparó unas gulas, como si se trataran de auténticas angulas; asó un pollo en el horno, al que llamó pavo; y metió al congelador a enfriar una botella de sidra, haciéndonos creer que se trataba de cava francés…
Después de la cena, en el salón frente al televisor,para ver juntos la gala festiva programada, nos comimos la tableta de turrón y las peladillas, brindamos (como Dios manda tambiéntodos a la vez con las copas llenas de “cava”, a la vez que nos deseábamos suerte, mi padre (más animado que nunca) se disfrazó de árbol de Navidad, cubriéndose todo el cuerpo con ramas de abeto artificiales,cargadas de espumillón, bolas… y multitud de bombillas de todos los colores, que y mi hermano y yo, con sendas panderetas, cantábamos a todo volumen: “veinticinco de diciembre, fum, fum, fum,…” 
Entre tanto jolgorio familiar, todo iba bien hasta que el abuelo Benito, que ve menos que un pez frito y no se entera de casi nada, enchufó las bombillas a la red y, al alumbrarse todo el árbol, mi hermano Kique y yo empezamos a aplaudir y dar saltos de alegría, mientras mi madre, alarmada, gritaba:
— ¡Haced algo!... ¡Rápido!
Tan apagados siempre, había que ver, antes de que yo misma desenchufara las luces, cómo se le encendían los ojos al pobre papá


                                                                      Pedro Navazo,Navidad, de 2019




CARTA A DIOS

                                  La fe, incluso la profunda, nunca es completa.

            Era su último día como cartero, después de haber recorrido, en sus comienzos a pie, después en bicicleta, y desde hacía unos años en moto, durante treinta y ocho años las calles de su distrito que no había parado de crecer y crecer. Sus compañeros le pidieron que se quedara para brindar, que ese día no saliera a repartir correspondencia y los ayudara simplemente a clasificarla. Fue entonces cuando descubrió el sobre con un extraño destinatario: “Para Dios”. 
Tomás pensó que era una broma de despedida. Pero no, todos estaban sorprendidos: nunca habían tenido que llevar una carta destinada a Dios. Finalmente la abrieron: en su interior, Tomás halló el ruego desesperado de un parado de larga duración que requería el milagro de contar pronto con seiscientos euros para comprar medicamentos para su hija, muy enferma. Todos se miraron consternados, se llevaron las manos a los bolsillos, y junto con el dinero del resto del personal (incluidos el guarda de seguridad y las dos señoras del servicio de limpieza) juntaron cuatrocientos euros. 
            Tomás se calzó el uniforme, se colocó el casco, se montó en la moto y partió dispuesto a realizar su última misión. Al llegar a la dirección del remitente, un bloque de pisos humilde de un barrio obrero, con las paredes de color mostaza a punto de desvanecerse por falta de pintura, en cuyos rellanos los gamberros del graffiti (quizá ahora también se les llama pintores) habían dejado sus huellas, como meadas de perro, marcando su territorio, localizó su buzón: depositó sigilosamente el sobre con el dinero y se marchó.
            Al día siguiente, ya jubilado, Tomás no fue a trabajar. Sus compañeros, al abrir el saco de la correspondencia recibida, hallaron nuevamente una carta “Para Dios” escrita por el mismo hombre. Al abrirla, en su texto pudieron leer: 

“Gracias, Señor, por haber escuchado mi ruego.
 Mi hija, con las medicinas compradas, sanará. Eso sí: de                           los seiscientos euros que me mandaste solo recibí  cuatrocientos: los otros doscientos  los deben de haber    robado en el  Correo”.

                                                                                                              
                                                                                         Pedro Navazo




BAJÓN OTOÑAL

                                                                                                    No puedes evitar envejecer, pero no tienes que hacerte mayor.
                                                                                                                  (George Burns) 


Fue en uno de esos días de Octubre en los que las estaciones se funden y cuesta averiguar si la temperatura  es un regalo del otoño o una despedida del verano, en mi habitual paseo matinal por el parque de mi zona, mientras contemplaba embelesado las marchitas frondas de los árboles y pisaba la amarillenta  alfombra crujiente de  las hojas, cuando me dio por pensar (era la primera vez que  lo hacía) que también a mí me había llegado el otoño de la vida: no sólo por las canas de mi cabello, las arrugas de la cara y el color mustio de la piel, sino también porque cada vez soporto menos el frio y el viento, mi cintura y mis hombros están más oxidados, mi pene más perezoso y mis pies andan menos ligeros y mis piernas se cansan más.
— ¡¿Me estaba aproximando ya a la vejez!?... ¡¿Era mi abuelo viejo cuando, con la misma edad (más o menos) que tengo yo ahora, me enseñaba el nombre de los pájaros en el monte!?... ¡¿Acaso a Hemingway no le decían “El Viejo” desde unos años antes de su suicidio con sesenta y tres años!?
Mientras paseaba cavilando sobre el tema como un arqueólogo en busca de los estratos de una ciudad sepultada en el olvido muchos años atrás, escarbé en la memoria los recuerdos de una infancia perdida (guardada en algún rincón), una juventud repleta de sueños, la mayoría de ellos sin cumplirse, años en busca de promesas no halladas, deseos jamás consumados, episodios que se habían olvidado, y que ahora volvían como ánimas en pena en busca de consuelo y compañía... Las agujas del reloj ralentizaban mi paseo, hasta que una máquina barredora que limpiaba el pavimento con sus enormes cepillos rotatorios me sacaron de mi ensimismamiento devolviéndome a la realidad: cerré los ojos, parpadeé varias veces, y con un hondo suspiro de capitulación a lo evidente, acompañado de una sonrisa resignada, pude escapar de la tristeza acumulada imaginando lo hermoso que sería rejuvenecer como los árboles cuando vuelve la primavera, que pasado un año malo echan nuevas hojas y vuelven a empezar.

Fue de regreso a casa, con el ánimo algo mejorado y calado casi del todo por una lluvia fina, de esa que aparenta no mojar pero que en realidad empapa, cuando me acordé de qué, con el bajón otoñal que había tenido, se me había olvidado abrir el paraguas.

                                                Pedro Navazo, Octubre de 2019                                             


LOS NIÑOS QUE NO PUDIERON VER EL MAR
                                                     (Basado en un hecho real)
                                        
                              “Respetemos al niño, que sea niño y sienta la necesidad se ser hombre.”
                                                                                                        (Antonio Benaiges)
                                               

            Sin nada más que el cielo sobre la cabeza y el suelo bajo sus pies, con una maleta de cuero desgastado en una mano y un paquete atado con cuerdas en la otra, en el que se adivinaba que contenía libros, un día de Septiembre, a comienzos del curso escolar 1933/34, llegó en el coche de línea que hacía dos viajes a la semana a Bañuelos de Bureba, un pueblo de la provincia de Burgos, con apenas 220 vecinos, sin agua corriente ni luz eléctrica, el nuevo maestro: se llamaba Antonio Benaiges y venía desde Mont Roig, un pueblo costero de Tarragona.
            Nada más tomar posesión de su cargo, después de pedir prestado lo imprescindible para poder vivir, ocupó la “casa del maestro” (justo encima de la propia escuela) y al día siguiente comenzó sus clases, a la que solo asistieron apenas la cuarta parte de los 32 alumnos que figuraban en el censo que le proporcionaron en el Ayuntamiento.
            La gente del pueblo, eminentemente agrícola y falta de brazos, prefería que sus hijos les echaran una mano en las faenas del campo antes que ir a la escuela. El nivel cultural era bajo: a la mayoría lo único que les habían enseñado era a trabajar de sol a sol sin derecho a reivindicar otra cosa que no fuera más trabajo, y la costumbre del lugar marcaba a aquellas personas que no tenían otra opción que aguantar trabajando, sin descanso, durante la mayor cantidad de horas posibles.

Tuvo que ir el maestro casa por casa, hasta convencer a todos de que la mejor manera de revelarse contra la condena de la miseria heredada y la mejor inversión que podían hacer para ayudar a que sus hijos fueran mejores personas pasaba por la educación. 

A los pocos días, los niños se percataron de que el nuevo maestro (que les exigía ir siempre aseados y dijeran de usted) no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con buena cara. Cuando dos se peleaban en el recreo, él los llamaba –“parecéis carneros”-, y hacía que se estrecharan la mano: después les sentaba en el mismo pupitre. Y poco después, ganada ya su confianza, lejos de esconderse de él cuando le veían (como hacían con otros maestros), se le acercaban a saludar porque le consideraban su amigo y porque se sentían respetados y porque les contaba historias, utilizando la  naturalidad: de dioses que vivían en las nubes junto a filósofos y de profetas que sobrevivían en las altas montañas comiendo solo bellotas y miel silvestre, y les  hablaba de titanes, de almas en pena, de sátiros medio cabras y medio hombres, de hechiceros capaces de predecir el futuro, de sabios que sabían transformar  en oro lo que tocaban, de dragones que escupían fuego, de carros tirados por serpientes, de la exactitud de los astros y de las estrellas, de la diversidad de los animales y de las plantas…, y de cómo nacemos y morimos. 
            Pero no sólo se ganó el respeto de los alumnos, sino también el de sus padres, que, aparte de poder asistir en horario nocturno a una clase de adultos que había formado, y de prestarles libros, muy pronto entendieron que habían cambiado a un maestro que pegaba con una vara y castigaba a sus hijos, por este otro que enseñaba, les hacía leer libros, les hacía pensar, les llevaba de excursión y hasta les compraba comida.

En Marzo de ese mismo curso 1933/4, a petición del maestro, llego al pueblo procedente de la Delegación Provincial de Educación una pequeña imprenta: era la herramienta principal del método “FREINET”, un novedoso modelo educativo que impulsó la República que perseguía la cooperación en la enseñanza y la igualdad desde el trabajo en común.

Después de que los pequeños, de la mano de Antón (como le llamaban al profesor), aprendieran a componer los tipos de plomo, a cortar los pliegos y resmas, a manejar las tintas y a imprimir, crearon un Boletín, que bautizaron “GESTOS”, con la idea de recoger en él la forma de vivir y las costumbres de Bañuelos: las apuestas de la “tabera” que se armaba en Briviesca, jugándose los cuartos a “taba o culo”, de las canciones que entonaban junto a sus padres cuando dejaban las clases para segar la esparceta, de los juegos que entretenían las largas y oscuras noches de invierno, de las “Marzas” que entonaba los mozos, de los carnavales, del lobo que se asomaba entre las lomas…El profesor aprendía de sus alumnos.

 Para poder mantener el boletín, Benaiges buscó suscriptores en instancias oficiales, librerías, personalidades, centros culturales…: la revistilla le llegó, no solo al mismísimo Niceto Alcalá Zamora, sino también a suscriptores de toda España y países como Cuba, Inglaterra y Andorra.

En el “GESTOS” de Enero de 1936 el tema monográfico fue precisamente el mar, y al hablarles el maestro a sus alumnos sobre las aguas azules del mar de su tierra, donde los hombres se ganaban el sustento con las redes, y donde en verano se podía disfrutar de sus playas bañándose en ellas o pasear por sus arenas, en aquellas cabecitas mesetarias, que el único mar que habían contemplado era el océano de cereal donde, en primavera tardía, las rachas de viento formaban fuertes olas de espigas, y acostumbradas al río de su pueblo, donde apenas siete u ocho pedriscos permitían cruzar al otro lado, ni el fulgor ni la enormidad del mar cupo a duras penas.

— ¿Cómo crees que es el mar? –preguntó a Ana Ortiz, una niña de aire   muy despierto. 
— El agua del mar, por el sol, estará más caliente que en los ríos. Y debe ser muy salada. Es también donde se va a baños, y por donde pasan los barcos. Y en la orilla hay mucha arena.
— ¿Y tú? –le preguntó a José Cuesta, otro niño de los más decididos.

— El mar tiene que ser muy grande y muy hondo, y también muy largo. Mi hermano dice que lo ha visto en Pamplona, cuando hizo el servicio militar, y que había mucha gente bañándose. Y que a un hombre le tuvieron que sacar porque no sabía nadar y se ahogaba.

Fue a partir de ese día cuando la idea de llevar a ver el mar a sus niños rondó por la cabeza de Antón: convocó poco después a los padres, y después de explicarles la curiosidad que había despertado en sus hijos el mar a raíz del último boletín, les propuso llevarlos de viaje a su propio pueblo para que lo conocieran. Su costo, les aclaró así mismo, se haría con las suscripciones de “GESTOS”, que a partir del número siguiente se incrementaría su tirada, y de ayudas que solicitaría a los suscriptores más solventes.

El 19 de Julio, un día después del levantamiento contra la República (al qué en un principio, al oírlo en la radio, casi nadie dio credibilidad), el maestro fue detenido en la “Casa del Pueblo” de Briviesca por militares falangistas. Había regresado unos días antes, aprovechando que las faenas del campo dejaban a sus alumnos libres, para cumplir su promesa, no sin antes dejar resueltos en su pueblo los inconvenientes del hospedaje -en casas de vecinos del pueblo-, la manutención -en las lonjas de la cofradía de pescadores-, y de las excursiones de interés por los alrededores (una de ellas en barco), subvencionadas por el mismísimo Ayuntamiento de Mont Roig.

Su pertenencia al PSOE, y los novedosos métodos de su enseñanza practicados en la escuela, le habían puesto en el punto de mira de las clases pudientes conservadoras y del cura del pueblo: le acusaron de indigno, inmoral, vicioso, comunista, anarcosindicalista, de no ir a misa… y de poner música en el gramófono haciendo bailar a los pequeños.

Durante el tiempo que permaneció arrestado, según testigos, se ensañaron con él: lo torturaron, le quitaron los dientes y le pasearon medio desnudo por Briviesca en un coche descapotado para humillarlo públicamente. Acto seguido, lo condujeron a un paraje (La Pedraja), junto a otros republicanos más, donde fue fusilado el 25 de Julio y enterrado en una fosa común.

Si, como suele decirse, la primera víctima de una guerra es la verdad, la primera víctima de las consecuencias en Bañuelos fue el propio maestro: no solo lo fusilaron y enterraron a escondidas y quemaron todas sus pertenencias, si no que le incoaron también un expediente de depuración después de muerto para retirar hasta su memoria de la instrucción pública; incluso, para la gente del pueblo, conservar algunos de sus boletines suponía una sentencia de muerte.

Antonio Benaiges debía estar de vacaciones en aquel aciago mes de julio, pero volvió a Bañuelos a buscar a sus ilusionados alumnos, para cumplir con la palabra dada: pero la promesa del mar acabó en una fosa común.


                                                  Pedro Navazo, Septiembre de 2019
  

EL  TELEVISOR


     Hay algo absolutamente tranquilizador sobre la televisión: lo peor está siempre por venir.

     
     Cuando los televisores, allá por los años sesenta del siglo pasado, empezaron a inundar los hogares del país, llegó al nuestro un pesado aparato en blanco y negro y mi abuelo lo miró con desconfianza arrugando el entrecejo: todos adivinamos que no era, precisamente, el comienzo de un gran amor, pero nos entregamos con fervor al recién llegado.

     El abuelo seguía fiel a su pequeño receptor con el que paseaba por el pueblo o se mudaba a voluntad por las dependencias de la casa. Mientras tanto, incapaces de movernos, los demás asistíamos fieles y disciplinados a los interminables programas con anuncios incluidos) frente al aparato abducidos y catalépticos hasta que la pantalla se poblaba de una nievecita parpadeante.


   Las noches se poblaban de extrañas quimeras, de extraños sueños, de mensajes contradictorios, mientras digeríamos todo lo ciegamente deglutido durante el día.


      Con el tiempo, el televisor marcó nuestras rutinas diarias. Era maravilloso dejarse llevar y que el aparato pensara por nosotros solo a cambio de despertarnos a la mañana siguiente con un molesto escozor de ojos.


     Por el contrario, el abuelo se levantaba como una rosa: desayunaba como siempre tranquilo, tomaba su aparatito y salía como cada día a dar su paseo habitual a pensar en sí mismo, una manía que contemplábamos con caridad cristiana porque no podría afectarle a su salud.


     Hace décadas ya que el abuelo murió con todas sus facultades en pleno uso: entre ellas, las de moverse a su aire y pensar por libre.


    Ahora que ya peinamos canas, con la tranquilidad perspectiva que da el tiempo, entendemos por qué el abuelo encendía la radio las tardes de partido: no hay nada que iguale el placer de imaginar el último regate antes de que el balón entre en la portería.

                                                                  Pedro Navazo, Mayo de 2019



                     EN MIS TIEMPOS LAS COSAS NO ERAN ASÍ

El propósito de la vida humana es  servir y mostrar comprensión
y voluntad de ayudar a los demás.            


        No hace mucho, en una carta abierta dirigida a un periódico de tirada nacional, leí cómoun señor mayor, de 79 años, que se presentó en el ambulatorio de su zona con la intención dehacerse una analítica de sangre, que el día anterior le urgió su médico, no fue atendido por no haber solicitado previamente cita a través de internet.

           Al alegar, el buen hombre, que desconocía el procedimiento y que además no tenía, nisabía, manejar el ordenador, la administrativa de recepción le extendió una hoja informativa,subrayó con un rotulador rojo la página web del Centro en la que tenía que entrar, y con una sonrisa estudiada y profesional en sus labios le combino a que le ayudase algún familiar oconocido.

          El ciudadano, indignado por la falta de sensibilidad, atención y ayuda de la que fueobjeto, terminaba la carta aludiendo con nostalgia al pasado y echando de menos muchas cosas,la mayoría de ellas perdidas ya para siempre.

         La lectura de aquella carta me hizo recordar una anécdota que presencié yo mismo,también hace tiempo, en un autobús urbano (de horario incierto) que atraviesa de parte a parte laciudad en la que resido.

         Aquél día, en hora punta de trabajo, después de casi media hora de espera, el “bus” ibaabarrotado, de modo que el conductor no abría las puertas en las paradas siguientes a las quetuve la suerte de subirme y abrirme camino casi a empujones entre los viajeros: si alguiensolicitaba parada para bajar, el conductor lo abandonaba unos cuántos metros por delante de laparada, dejando atrás al grupo de potenciales pasajeros, que gritaban y gesticulaban enfadadosbajo la marquesina.

       Mientras el autobús avanzaba sobre el adoquinado zarandeándonos a los viajeros consu traqueteo a izquierda y derecha, pegada a mí (nunca mejor dicho) tenía a una señora de edadavanzada –ambos de pie y agarrados como podíamos en el pasillo- que iba hablando comopara sí misma, articulando palabras incomprensibles.

      Aprovechando una parada en un semáforo en rojo, la señora terminó su soliloquio y gritó con toda su alma:

— ¡¿Es que en este autobús no hay ningún caballero?!

A lo que respondió de inmediato en voz alta un señor orondo, que iba cómodamente
sentado detrás:

— ¡Señora, lo que no hay son asientos!

      La verdad es que si no llega a ser por la proximidad, y por la cara de contrariedad de laanciana, hubiera dado rienda suelta a la risa, que tuve que contener no sin cierto esfuerzo por miparte. Nadie se movió de su asiento, ni se atrevió a mirar a la cara a la señora: todas continuaronen sus asientos como si nada hubiera sucedido.

       Por mi parte, deseaba llegar a mi parada cuanto antes. Al cabo de otra media hora larga,como el que baja de un barco (con tanta asfixia, más traqueteo y más frenazos y mássacudidas), descendíamos con dificultad muchos pasajeros: con un punto casi tierno,deslizándole un gesto cómplice, dejé pasar a la obligada compañera de pasillo y, ya fuera, medijo negando con la cabeza:

— En mis tiempos las cosas no eran así… No eran así… -pronunciaba como reflexiónfinal de todas sus vivencias presentes, mientras se alejaba con la espalda algo vencida.

         La expresión “en mis tiempos” siempre me ha dado un poco de yuyu: no soy de los quepiensan que todo tiempo pasado fue mejor, pero aun así, aquella señora me dejó cavilando.

         ¿Por qué esas cosas, que tanto el señor del ambulatorio como la señora del autobúsañoran, no pueden volver a ser como antes?... Si todos, cuando hacemos la reflexión, tenemosla absoluta convicción de que gestos tan normales, de elemental educación, como ceder elasiento a una persona anciana o ayudarle a un señor mayor en un problema que él no saberesolver, son los correctos y no cuestan (apenas) nada:

— ¡¿Por qué no lo hacemos siempre?!

Pedro Navazo, Marzo de 2019



PALABRAS ROBADAS


  
                                                           A veces, en esta vida pasa lo que no esperas y esperas lo que no pasa                                                                                    .

            El trabajo de Ginés lo mismo transcurría en la hora punta de un metro, cuando más abarrotado estaba, como en cualquiera de las calles más céntricas, repletas de comercios, concurrida a cualquier hora del día, … o por los aledaños de un gran teatro, a la salida del estreno de una ópera: su oficio consistía en buscar desprevenidos, y en deslizar, sigilosamente y con rapidez, la mano en sus bolsillos para arrebatarles lo que él creía que les sobraba y que a él tanto le faltaba.

            Con la crisis, aún amenazante, y con la alerta generalizada de la existencia en la calle de todo tipo de pillaje, no siempre tenía suerte con lo que lograba escamotear: a menudo, las carteras apenas contenían calderilla o algún que otro billete de los de menos valor mezclados con fotografías y otros papeles.

            Fue precisamente la tarde del catorce de Febrero, San Valentín (Día de los enamorados), cuando en la billetera de una víctima, al que limpió a la entrada de un  centro comercial, encontró una carta de amor: le gustó tanto, que la leyó varias veces más, hasta prácticamente memorizarla.

            Esa misma noche, después de cenar, se la leyó a su mujer, y  mientras con voz suave y pausada se la iba deletreando, observó cómo ella, envuelta en una sonrisa algo nerviosa (ya casi olvidada), se iba estremeciendo y derritiendo poco a poco, como los helados de fresa que tanto le gustaban. Tanto se emocionó que poco después, cogidos de la mano, se dirigieron al dormitorio y esa noche, cuando se durmieron, lo hicieron abrazados, como antes, como cuando se querían…

                      
                                                                    Pedro Navazo, Febrero de 2019




LA PESCA URBANA

                         Un hombre es pobre no ya cuando carece de todo,sino cuando no trabaja.
                                                                                                               (Montesquieu)      


            De un tiempo a esta parte (todos, a cualquier hora del día, lo presenciamos) se ha desarrollado una nueva modalidad deportiva en nuestras ciudades: la pesca urbana.

         Aunque esta disciplina siempre ha existido, cada día cuenta con más adeptos y, de continuar así, pronto se requerirá una licencia municipal para ejercerla.

   Para su práctica no se precisa un equipo sofisticado: basta con tener  una bicicleta destartalada, que suele llevar adosado un cajón de madera donde depositar las capturas, y una barra algo larga de hierro que se utiliza como arpón.

      Su desarrollo es muy sencillo, pero no exento de cierta habilidad y riesgos: cuando el practicante llega al coto de pesca (contenedor de basura) levanta la tapa con una mano e introduce la cabeza en el recinto (a veces con el cuerpo levantado del suelo). Si observa alguna presa, la alcanza con la barra y la saca al exterior.

            Este deporte, por desgracia, no tiene edad: los participantes -la mayoría extranjeros, aunque cada vez se apuntan más españoles- suelen ser jóvenes, pero tampoco es extraño ver cómo  niños y personas mayores lo practican también.

                   Pedro Navazo, Enero de 2019




LA AMISTAD ES COMO UNA PLANTA
(Dedicado a los MAGISMAÑOS)


Cuando iba a pasar el verano a La Aldea con el abuelo, el mejor amigo que tenía allí era Agapito, el hijo de Tomás el cartero. Tenía doce años (uno más que yo) y me sacaba una altura considerable. Todas las mañanas, cuando su padre terminaba de repartir la correspondencia y dejaba la bicicleta libre, me montaba con él atrás, en el portaequipaje, y nos íbamos a bañar a la presa del molino del primo Pío que estaba a las afueras del pueblo, algo alejado: se trataba de un arcaico molino que se movía gracias a la fuerza que originaba un pequeño salto de agua que accionaba una rueda con ayuda de unas palas de madera, haciendo girar, a su vez, a través del engranaje de un tambor el eje vertical, provocando así el efecto triturador de las dos enormes piedras, de forma cónicas, que estaban situadas sobre una espaciosa bandeja, de un blanco caolín, dondese depositaba la molienda.

Agapito vivía cerca de nosotros en una vetusta casona de piedra de dos alturas, con un portón grande, que daba paso a una espaciosa y sombría galería, y una magnífica balconada de madera pintada de color azul, que contrastaba con el verde y rojo de los geranios, que en sus macetas pendían dispuestas a lo largo de todo el barandal, y con las florecillas blancas de las enredaderas, que se encaramaban por las piedras de la pared de la fachada.

Frente a la casa tenían, también, una huerta cercada con un muro de piedras, superpuestas unas encima de otras, con algunos árboles frutales y muchos rosales y hortensias. Agapito se encargaba de su cuidado y a menudo pasábamos juntos muchas horas por las tardes realizando tareas y prácticas hortícolas. Para acercar el agua desde el pozo y tenerla más a mano, a la hora de regar, habían hecho construir una pequeña alberca en la que nadaban unos peces de colores que parecían artificiales, que, al verlos por primera vez, me hicieron recordar un cuento que de pequeño me contaba mi hermana, de unos pavos reales ciegos que se bañaban en un rio, sin tan siquiera mojarse el plumaje, y sus peces, de tanto convivir con ellos, se contagiaron de sus colores.

Adela, la madre de mi amigo, acostumbraba darnos de merendar una rebanada de pan untada con miel de las colmenas que cultivaba su marido:

— Las abejas son las mejores alquimistas de la Naturaleza –enfatizaba Tomás, en plan filósofo.
— Y su miel –añadía, esta vez con tono didáctico- aparte de tener un valor altamente nutritivo, tiene también propiedades medicinales-curativas y cosméticas:

¿sabías que Alejandro “El Magno” fue embalsamado con miel?…

Fue una experiencia inolvidable para mí el día que el cartero me llevó con él a su colmenar. Me colocó una especie de escafandra en la cabeza, para protegerme de las picaduras de las abejas, y a la vez que manipulaba los panales me fue explicando, paso a paso, todo el proceso de elaboración de la miel: cómo las abejas, primero, pecoreaban con su boca el néctar de las flores (siempre de una determinada planta que elegían, para dar a la miel su aroma y sabor característico) , la depositaban, luego, en su estómago y después, de alimentarse asimismo y a sus larvas, dejaban el sobrante en las celdillas del panal que, poco a poco, iban sellando con la cera que ellas mismas, también, segregaban en su abdomen.

Un día, jugando al fútbol en las eras, me enfadé con Agapito: me zancadilleó por detrás, después de driblarle, y me tiró al suelo dolorido:

— ¡Gilipollas! -le insulté furioso, a la vez que me dirigía hacia él amenazante.
— ¡Enano! –me replicó, dándome un empujón y apartándome violentamente de él, provocando las risas de los demás.

Lleno de rabia, más por el insulto y la burla que había transmitido (entonces tenía complejo de “bajito”), que por el empujón que me dio, me marché corriendo jurándome a mí mismo que no le perdonaría nunca.

Al llegar a casa, a la hora de cenar, algo debió notar el abuelo, porque enseguida me preguntó:

— ¿Te ocurre algo, Pedrín?
— ¡Nada! –le contesté de forma arisca, aún enfadado.
— Pues tú cara dice lo contrario.

Como no me apetecía contar nada permanecimos durante toda la cena en silencio, observándonos por encima de las cucharas. Más tarde, luego de recoger la mesa y aplicarme en la fregadera, salí al porche donde estaba el abuelo sentado en su banca viendo morir el sol y liándose un cigarrillo, y me senté a su lado con una actitud de disculpa:

— …Me he peleado con Agapito –comencé la conversación con voz sumisa.
— ¿Pero no es tu mejor amigo?
— ¡Era!... Porque no pienso hablarle jamás.

El abuelo, con el cigarrillo en la boca, me miró con aquella mirada que sólo él tenía y esbozando una sonrisa dejó transcurrir unos segundos.

— ¿Me quieres contar que os ha pasado? –dijo después.

Cuando terminé de narrarle lo ocurrido, mientras me escuchaba con atención, repetimos otra pausa.

— ¿Serio lo vuestro, eh?... ¿No crees que deberíais hablar y solucionarlo? –me aconsejó.
— ¡Ni pensarlo! –me salió del alma.
— Tú verás, hijo, pero no solo es difícil encontrar un buen amigo, también lo es conservarlo.

Lo que el abuelo decía tenía sentido, y aunque había oído en alguna parte que dos perros ladran en medio de una riña hasta que uno se rinde, yo no pensaba ser ese perro.

— ¿Abuelo, tu nunca has reñido con nadie? –me salió de pronto.

Se humedeció los labios con la lengua y luego hizo ese silencio amigo que deja sitio para meditar:

— ¡Claro que sí! ... ¡Como todo el mundo! …Con Fermín “El Pipa” estuve sin hablarle durante años.
— ¡Sería por algo gordo! –exclamé.

Y a continuación, con voz más grave de lo normal y con su peculiar estilo de hablar, macando los tiempos a la vez que hacía el inventario, me contó que también Fermín ”El Pipa” y él habían crecido juntos y habían sido amigos después, ya mayores, pero que al terminar la guerra dejaron de hablarse porque “El Pipa” y su hermano Agustín les robaron una finca, colindante con otra de ellos, aprovechándose de que en un incendio que se produjo en el Registro de la Propiedad de Salas desaparecieron todas las escrituras.

— Al ser su hermano Agustín el alcalde entonces, nada pudimos hacer al reclamarla por la influencia que su cargo le otorgaba –dijo como justificándose.

Tras otra pausa, esta vez más larga, y retomando el hilo prosiguió:

— Sin embargo, cuando años después, en el cuarenta y dos, la maldita riada nos llevó la casa por delante y nos quedamos en la calle, fue el propio Fermín el primero que se presentó ofreciéndonos la casa de su madre, que la tenía sin ocupar, y nos prestó después cuatro mil pesetas sin interés alguno.

Permaneció unos instantes aún retenido en sus recuerdos, y cuando regresó de nuevo me dijo, mirándome a los ojos, a modo de moraleja:

— Para que veas… ¡la amistad es como una planta que resiste a las sequias!

Al acostarme aquella noche estuve pensando en la historia que me contó el abuelo, y a la mañana siguiente, después del desayuno, decidí ir a ver a Agapito a su casa. Al vernos, junto al portón, permanecimos un rato frente a frente sin decirnos nada, hasta que Agapito, haciéndome un gesto con la cabeza, dijo:

— ¡Vamos!.. Ayúdame a inflar las ruedas de la bicicleta, que aunque eres un enano… ¡pesas un huevo!

                                                                
                                                                              Pedro Navazo, Abril de 2011



DECEPCIÓN DEL DÍA DE REYES


                                                                   Duele que te decepcione alguien que creías diferente.


            Daniel, el pequeño de la casa, al que le gustan el barro, los perros y las preguntas que nadie puede responder, se despertó antes que nadie un seis de Enero y eufórico, como si un colibrí le recorriera su cuerpo de los pies a la cabeza, se dirigió veloz al salón dejando tras de sí un reguero de grititos de alegría: al pie de un abeto de casi dos metros arrimado al lado de la ventana, repleto de guirnaldas, nieve artificial, bolas y luces de todos los colores, vio que junto a sus zapatos los Reyes le habían dejado un camión de bomberos, unos libros de cuentos, un rompecabezas y una trompa.

Sin muestra de júbilo después de inspeccionarlos, contrariado y con un gesto de graciosa pesadumbre resignada, regresó a su habitación y -de nuevo introducido en la cama- le agarró mucha rabia porque echó en falta el juguete que más deseaba: un patinete que les había pedido a sus Majestades en un mensaje que le ayudó a escribir su hermano mayor con su móvil, pero con la condición de que fuera un secreto entre los dos y no lo divulgara a nadie, ni siquiera a sus padres. 

                    Pedro Navazo, Reyes de 2019



LA GOGÓ

                                                                                              Siempre hay un atajo para imaginar.


         Mikel no sabría decir exactamente cuánto dinero se había dejado en el club de estriptis en los últimos meses: ¡demasiado! Pero no podía evitarlo: ir al club cada noche y embelesarse viendo actuar a Carol bajo los focos, convirtiéndose en el centro de atención de la sala, era lo único que le alegraba.

         Cuando la impresionante bailarina de color, con rasgos de muñeca y de  piernas interminables, salía a la pista a bailar siempre seguía las indicaciones de Mikel: sabía que estaría entre el público, no muy alejado de la pista, y que le daría jugosas cantidades de dinero si realizaba sus más que increíbles posturas con las piernas en la barra vertical. 

      Después, cuando cesaba la música y terminaba su actuación entre vítores y aplausos, él simplemente arrojaba los billetes a la pista, le enviaba con los dedos un beso a través del aire  y se iba en silencio en su silla de ruedas.


                             Pedro Navazo, Octubre de 2018




LA ESCUELA
                                                                                          
                                                                                       Guarden silencio y saquen el cuaderno…

                                                                                        
            El comienzo del nuevo cuso escolar, y la imagen del alboroto de unos niños, con sus uniformes y mochilas recién estrenadas esperando un “bus” escolar, me ha hecho volver a la escuela de la infancia. 

            Una de las remembranzas más tierna que fluye de la infancia es la escuela. Todos la perpetuamos, y cuando la evocamos con sus recuerdos ocurre lo mismo que  las cerezas metidas en un tarro, en cuanto sacas una, las otras vienen detrás enredadas por sus rabillos en camaradería: los primeros amigos, los juegos, las peleas, las travesuras, los castigos, el sarampión… el primer maestro. Y todos, también, más o menos idéntica, la dibujamos en los cuadernos: cuatro líneas, para construir el rectángulo de la fachada principal, con cuatro ventanas simétricas y una puerta en el centro, y un triángulo encima que sirve de tejado, en la que sobresale una chimenea de la que sale humo subiendo en espiral hasta perderse en un cielo muy azul  (porque así era el color de la infancia), en el que no falta un sol, grande, amarillo y redondo, despidiendo rayos que son rayas concéntricas de lapicero.

            Recuerdo perfectamente la primera escuela a la que asistí hasta los siete años en el soriano pueblo de Casarejos: estaba justamente debajo de nuestro hogar, y el maestro (como no podía ser de otra forma) era mi propio padre.

            Por privilegio mi entrada en la escuela fue más prematura de lo normal y, aunque mi hermana dice que es imposible que me acuerde, aun vislumbro entre las espesas telarañas de mi infancia cómo, con tres años escasos, me escondía debajo de la mesa en el entarimado desde donde mi padre impartía las clases para una veintena larga de alumnos de todas las edades: los chicos escuchaban absortos las explicaciones del mejor maestro del mundo, que historiaba el descubrimiento de América con palabras sacadas de un manual de Historia y Geografía. La voz de mi padre sonaba como si recitara de memoria el padrenuestro: repetía la palabra Colón al tiempo que señalaba con la regla en el mapamundi el trayecto de unas carabelas, a través del Atlántico, hasta llegar al nuevo Continente.
¡Sí!...allí mismo, acurrucado y embelesado, pensé que el día que me permitieran tener un perro le llamaría “Colón”.

Era una escuela mixta, separada por sexos: a la izquierda, según se entraba,  estaba la clase de los chicos, y a la derecha la de las chicas, a las que daba clase Dña. Vitoria.

Al entrar, después de los buenos días, desfilábamos, uno a uno, delante del maestro, mientras le mostrábamos las manos por la palma y el dorso a ver si estaban limpias. Convivíamos en bancos corridos con agujeros para los tinteros en las mesas, todas rayadas. Sobre la mesa del maestro lucía un globo terráqueo, y detrás, en la pared del fondo, una pizarra larga y, encima de ella, los retratos del Caudillo y José Antonio escoltando al crucifijo. En la pared de la derecha, un armario donde se guardaban los libros y el material escolar, y dos mapas y una lámina del cuerpo humano que pendían de unas alcayatas. En la izquierda, cuatro enormes ventanales que daban al patio, por las que entraba luz a raudales. En medio una estufa de leña, con el tiro negro y retorcido, que cuando revocaba llenaba el aula de humo. 

Los aprendizajes, dada  las diferencias de edades, correspondían a tres niveles establecidos: en el primero, los pequeños aprendíamos (fundamentalmente) a leer en la cartilla, desarrollar grafías y a trabajar en el cuaderno; en el segundo se intensificaba la escritura, se leía en libros y se adentraba en conocimientos generales y en las operaciones aritméticas; y en el tercero, los conocimientos se trabajaban con la enciclopedia “Álvarez” ( la Intuitiva, Sintética y Práctica), a la vez que se potenciaba la expresión tanto lectora como escrita y se resolvían problemas matemáticos, adaptados a situaciones de la vida práctica y cotidiana. La instrucción se completaba con la catequesis, que la impartía D. Rafael, el  párroco del pueblo, las tablas semanales de gimnasia y las salidas ocasionales al campo a observar la Naturaleza.

A la hora del recreo, en el patio (el único espacio que compartíamos con las chicas), nosotros jugábamos al marro, a las chapas, a las canicas, al escondite inglés…, y ellas a la comba, a las tabas y a la rayuela. Hasta allí –recuerdo también-  nos llegaba el olor a pan de la panadería del Sr. Clemente, a la que nos acercábamos para que nos diera trozos de pan de hogaza recién hecha, que luego acompañábamos con la leche en polvo (mandada por los americanos) que una señora nos acercaba en una enorme cazuela después de disolverla en agua muy caliente.

Si alguien me preguntara cómo recuerdo estas postales del pasado, que la memoria me envía de  mis años infantiles y  escolares,  no duraría en decirles (tal vez por “el olvido selectivo” al que alude Freud, en el que se olvida lo lastimoso, penoso y negativo) que los recuerdo con cariño, gratitud y felices.

                 Pedro Navazo, Septiembre de 2018



 VIAJERO COMPULSIVO

                                                                                        Un viajero sin capacidad de observación
                                                                   es como un pájaro sin alas.


            En la enorme vitrina que ocupa toda una pared de su habitación, Damián, un amigo que aún no ha llegado a los cincuenta, guarda celosamente todos los recuerdos que ha traído de los muchos viajes que ha realizado: un reloj de arena, una flecha con la punta de sílice, una maraca, una caja musical, una botella con un barco introducido dentro de ella, una máscara, un collar de cuentas de alabastro verde, un plato de porcelana con el castillo de Praga incrustado…, dedales y búhos decorados, un vaso de cristal labrado, una matryoshka, un abrecartas con la empuñadura de nácar, unos zuecos de madera, una menorá de bronce, un pisapapeles con la figura de la Estatua de la Libertad, una palmera de coral roja, un buda, una sirenita de porcelana, un ojo turco, una góndola  …, una pluma de pavo real, varias figuras de ébano, una torre Eiffel plateada, un abanico con varillas de asta, ceniceros de cerámica con formas curiosas, un gallo de Barcelos, un reloj de bolsillo antiguo con su correspondiente cadena, un dios maya esculpido en piedra, un calendario agrícola inca, una pipa de fumar de brezo con filigranas talladas en su cazoleta, un pergamino con la efigie de Tutankamon, unas castañuelas ecuatorianas…

 Si uno pacientemente se molesta en contarlos, se asombraría al comprobar que ha estado en ¡noventa y siete países!: justo la mitad –según la ONU- de los reconocidos en el mundo.

 Como comprenderéis,  es un viajero empedernido y su principal propósito en la vida, sino el único, es estar en el mayor número posible de ellos.

Su primera experiencia fue de niño, en Irlanda, donde estuvo un verano integrado en una familia aprendiendo inglés. Más tarde, de joven,  se le presentó la oportunidad de hacer un viaje iniciático en tren por toda Europa en el que consiguió visitar quince países en apenas un mes: ese fue el germen de lo que después sería una obsesión casi enfermiza. Unos años más tarde cruzó el “charco” y completó un periplo de cuatro semanas por nueve países sudamericanos: ¡imposible aprovechar mejor el tiempo!, pensó al llegar a casa… Y desde entonces, cada verano, no ha parado de realizar esa clase de viajes concentrados que, en poco más de una semana, se recorren como mínimo tres países fronterizos entre sí. Pero particularmente orgulloso está de una gesta conseguida recientemente en un peregrinaje por el sudeste asiático: ¡ocho estados en apenas un mes de vacaciones!

— Sólo me falta –dice pensando en su próximo objetivo- ir a Australia para considerarme un verdadero ciudadano del mundo.

Ya ven… mi amigo ha viajado mucho, pero sin embargo no conoce mundo. Yo, que lo conozco bien, les puedo asegurar que en la distancia corta sorprende su escasa capacidad para analizar la condición humana, y ver más allá a través de los entresijos de la gente y de su comportamiento.  

— Tú no eres un viajero: eres un turista –le espeté en una ocasión.
— Ni una cosa ni otra –añadió con un gesto gracioso de pesadumbre resignada- : ¡soy coleccionista!... ¿Acaso no lo somos un poco todos? 


                       Pedro Navazo, Junio de 2018



FELIZ DIA DEL LIBRO 2018


DE TABERNAS Y LIBRERÍAS

                              A mi modo de ver, una ciudad no es una ciudad sin una librería. Puede llamarse a sí misma ciudad, pero a menos que tenga una librería no engaña a un alma.                                                                                                  (Neil Gaiman)    
                                                                                                                          
            Leía hace poco un estudio de unos investigadores del “viejo Madrid” en el que decían, entre otras cosas, que en los albores de la creación de la capital hispana Madrid sólo contaba con una librería por trescientas tabernas. Obviamente esto, gracias a Dios, ha cambiado hoy, y no sólo hay censadas actualmente  en España 3895 librerías, 245 más que el año anterior,  según el último informe hecho en 2015 por la Conferencia Española de Gremios de Libreros (CEGAL), sino que - también según el informe PISA- se han subido ocho puntos en competencia lectora respecto al informe anterior, de 2012, estando por encima de la media de la OCDE y de  la UE, siendo las mujeres (siempre ellas), con un 59,9%, frente al 51,4% de los hombres, las que más leen y Madrid, Navarra y el País Vasco las autonomías  más lectoras.

            La revolución cibernética, internet, las maquinitas, el ebook y sus descargas, el pirateo, la tendencia de sustituir libros por tablets ya en escuelas… Todo ello ha hecho que el libro, dicen, el impreso, tenga fecha de caducidad. No lo creo así, y pienso que también predijeron la muerte del vinilo, la cámaras fotográfica de carrete, la radio… o la mismísima estilográfica y ahí están campando.

            En cualquier caso, afortunadamente, el chato de vino y el torrezno o un buen pincho de tortilla no pueden sustituirlo, por mucho que quieran, la cibernética y el internet. Así que esperamos seguir visitando tabernas y chatear (de chato de vino, no de chat de conversación informática) y, si es posible, con un buen libro impreso en la mano. 

            Esa es la intención, porque (digo yo) lo uno no está reñido con lo otro.

                         Pedro Navazo, Día del Libro de 2018




SE ACABÓ LA SONRISA
(En cien palabras)

                                                                               Una sonrisa cálida es el lenguaje universal
                                                                                de la amabilidad.
                           

            Ayer, como cada mañana al ir a trabajar, cuando me encontré con Inongo, mi joven amigo de color que siempre espera en la boca del metro, ya no hubo sonrisas. No hubo su “gracias amigo”, ni su “¡suerte para el día!”... ni tan siquiera una mirada.

            Algo turbado, me metí la mano en el bolsillo y le entregué mis cincuenta céntimos habituales, pero no me miró: estaba mirando su móvil y solo al pasar a su lado me di cuenta de que estaba whatsappeando.

            Según viajaba, pensé que debería haberle dado mi número para que me enviara su cara sonriente.

                          Pedro Navazo, Febrero de 2018



SEDUCCIÓN

                                                                      La mayor desgracia de la juventud actual es ya no
                                                                      pertenecer a ella.
                                                                                                              (Salvador Dalí)


            De un tiempo a la fecha, en el metro, en las cafeterías, en los parques… o en la propia calle, he notado que me fascina la gente joven.
            Se trate de chicos o chicas, mi admiración es del todo asexual. El solo mirarlos me causa un placer irremplazable: sus movimientos, gestos, esa fingida indiferencia ante todos y todo. Me gusta disfrutar de sus facciones, su piel lozana y fresca, los labios ligeramente humedecidos por la lengua, tan perfectos, bellos y encantadores… Y no digamos ya de su mentalidad, libre y abierta y despreocupada, exenta de inhibiciones y prejuicios, y de la facilidad con la que van por la vida  con el dominio de idiomas y el uso y  manejo de tecnologías.
            Yo solo mirando, sin moverme, expectante, sosteniendo la respiración ante tal maravilla: como las  alas de una preciosa mariposa aleteando delante de mis ojos en cámara lenta. En particular, me gusta más aún cuando los miro y ellos vagan por el mundo sin saber lo hermosos y envidiados que son: y lo son por muchas razones, una (mi favorita), quizás, es que son por toda esa juventud que cargan, como si se tratase de cualquier cosa, toda esa energía sin darse casi ninguna importancia. Como un pañuelo mal guardado en el bolsillo trasero del pantalón, la mitad fuera, esperando que algún extraño en un descuido se lo saque sin darse cuenta: de un jalón.
Si, de un tiempo a la fecha los prefiero jóvenes, se trate chicos o chicas.
Me seduce mirarlos: estén vivos o muertos.


                    Pedro Navazo, Enero de 2018


(De una anécdota escuchada a través de la radio)


Una tarde navideña, Lucía, una niña de casi seis años, que parecía haber tomado el sol con un colador por la cara moteada de pecas que tenía, estaba jugando en casa con sus hermanos al escondite y, para ocultarse bien y no ser vista, eligió un baúl, supuestamente vacio, dónde se guardaban las mantas al finalizar el invierno.
Al abrirlo, cuál no sería su sorpresa, cuando descubrió que se encontraba repleto de juguetes: cocinitas, muñecas, vajillas en miniatura, costureros, pelotas, soldaditos  de madera, cajas de lápices de colores, cuentos… Se quedó con la boca abierta por el hallazgo hasta que un pensamiento se fijó en su mente:
— ¡He descubierto sin querer el almacén de los Reyes Magos!
Llegó a esa conclusión porque resultaba del todo imposible pensar que pudieran los Reyes atender a las cartas y peticiones de tantos niños en una misma fecha. Al mismo tiempo, le entró un temblor de pánico que la paralizó:
— Si he descubierto su secreto –pensó-, pueden castigarme sin ningún regalo la noche de Reyes.
Cerró rápido el baúl y, muy despacito, salió de aquella habitación sin hacer ruido, para que nadie se enterase, y se prometió asimismo no comentar a nadie su descubrimiento y portarse, desde aquél mismo momento, bien.
Cuando por fin llegó la víspera del ansiado día, y fueron por la tarde toda la familia junta a la cabalgata, Lucía permaneció escondida entre el abrigo de su padre, sin mirar a la cara a ninguno de los tres Reyes, por temor a ser reconocida. Acabada la cabalgata, regresaron a casa y nada más terminar de cenar, aconsejados por sus padres, los tres hermanos se fueron a dormir, no sin antes haber provisto la mesa del comedor con turrones y bebidas para sus Majestades y sus pajes y, por supuesto, poner los zapatos bien brillantes y una copia de la carta con el listado de los juguetes que habían solicitado.
Una vez en la cama, la niña procuró serenarse, intentando dormirse, pero el sueño no le venía: a cualquier ruido que oía entreabría los ojos y aguzaba el oído, pero no ocurría nada…
Pasado un buen rato, unos ruidos y algunas pisadas la despejaron:
— ¡Esta vez sí! ¡Están llegando!
Sin poder resistir la tentación, se levantó y, abriendo un poquito la puerta, miró a través de ella…, pero…no eran los Reyes: ¡eran sus padres!, que estaban sacando paquetes del baúl y los colocaban en los zapatos correspondientes según la carta que tenían en la mano:
— Esta muñeca de porcelana, el costurero y el libro para Conchi; este plumier de lápices, el coche, los soldados y la pelota le corresponden a Iván; y esta cocinita, los cacharritos, el yo-yo y los cuentos para Lucía …
Al terminar el reparto, de nuevo en la cama, con el corazón aún alterado, no lograba comprender del todo lo que había presenciado. Lentamente fue poniendo en orden sus pensamientos y, después de un rato, comenzó a entender el misterio:
— ¡Los padres eran los encargados de los Reyes para hacer la distribución de los paquetes que ellos, previamente, habían dejado en cada casa!
Era así –concluyó-, porque les resultaba imposible acudir el mismo día a todas las ciudades a entregar los regalos de tantos niños.
Desde entonces, y durante algunos años más, Lucía mantuvo en secreto su descubrimiento y, si era mucha la admiración que sentía por sus padres, desde aquella noche fue mucho mayor, porque para ella habían alcanzado el honor de comunicarse directamente con los mismísimos Reyes.
Pedro Navazo, Enero 2018



LA GRAN CENA NAVIDEÑA DE UNA FAMILIA CON PROBLEMAS 

                               Ea, hablad, ¡charlemos todos!:. No nos hemos reunido    
                                                           para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!
                                                                                                       (De Crimen y Castigo)                                                                           
                         
 Nochebuena. Fuera, a la intemperie, el invierno hacía bien su trabajo: el frio helaba todo lo que tocaba, el viento soplaba con fuerza y la nieve caía sin piedad en medio de la oscuridad.  Y dentro de la casa, pese a que el espíritu de la Navidad parecía estar instalado por toda ella: con un árbol de más de dos metros de altura, cargado de bolas de todos los colores, guirnaldas, nieve artificial, figuras de renos… y lucecitas, de esas que se encienden y se apagan sin cesar; los regalos empaquetados y envueltos en papel de diseño, al pie del abeto; la chimenea victoriana desprendiendo el calor de las llamas; la pintura brillante del salón que proyectaba la figura de los comensales, dándoles un aire de busto hierático…; y la luz de la araña, colgada justo en el centro, que se reflejaba en el mantel blanco impoluto que cubría la mesa, adornada con ramilletes de flores naturales en jarras de cristal tallado…, lo cierto fue que lo único que se escuchó durante toda la cena fueron las onomatopeyas de los clink, clink, clink que hacían los cubiertos de plata al chocar contra la vajilla de porcelana.
                                                                                                                                                                                                                             Pedro Navazo, Navidad 2017


LA FLAUTA CIEGA

                                                         “Te cuento”, decimos a quien tenga interés en
                                                                           oírnos o paciencia para prestarnos su tiempo.


            En las reuniones que un grupo de personas amantes de las palabras celebramos mensualmente, cada vez que en el turno de intervención toma la palabra D. Marcial siempre se produce un silencio especial.

            Con el respeto que le otorga su edad, septuagenaria; su imponente presencia, dotada de buen porte y un gusto refinado y personal por el vestir; su testa patricia todavía con abundante cabello blanco, y unos ojos risueños (a pesar de su reciente operación de cataratas); con su voz algo cantarina, que conserva aún el deje de sus  más de cuarenta años vividos en Uruguay, pausada y bien timbrada, como corresponde a un buen narrador; y su bagaje de hombre culto y viajado, por su profesión de marino mercante, suele contar historias (sucedidos les llama él) que de tan curiosas y asombrosas, que resultan a la vez, cuesta averiguar cuánto hay de verdad y de impostura en su actitud socarrona y (algo) deslenguada.

            Lo mismo presume de haber visto en Rumania un circo en el que, más aun del espectáculo de las fieras y de los trapecistas, lo que realmente llamaba la atención eran  las actuaciones de la mujer barbuda de pelo cano levantando pesas, del payaso que, en vez de hacer reír,  hacía  llorar a todos los espectadores, de la niña de dos cabezas manteniendo en el aire ocho aros de acero sin caer al suelo y de los enanos más altos del mundo dando saltos increíbles en la cama elástica; cómo cuenta que en Miami, en un prestigioso hospital, había una larga lista de espera para ser operados por un cirujano japonés ciego, que operaba de memoria; o que en el mercado de un pueblecito de Uruguay, cerca de dónde nació, había visto cómo un espejero se introducía dentro de los espejos que vendía y se perdía dentro de ellos…, o que un amigo suyo, también uruguayo, se había pasado toda la vida recogiendo, grabadora en mano, toda las clases posibles de risas (de ricos, locos, posesos, negros, borrachos, desesperados…), logrando reunir la mayor colección del mundo y que vendía a los guionistas de cine, radio y televisión.

            En la última reunión, coincidiendo con el “Día de la Música”, nuestra coordinadora, Marta, centró la atención en su celebración y, antes de las intervenciones, nos habló de su patrona (Santa Cecilia): una doncella muy modesta y virtuosa que murió mártir entre los años 180 y 230, de la que no hay constancia alguna en ningún escrito que se la relacione con la práctica de ningún instrumento musical, aunque casi todos los pintores de la Edad Media la representaran siempre acompañada por algunos de ellos, especialmente el órgano, la vihuela y otros instrumentos de cuerda. Pero así y todo, fue el papa Gregorio XIII quien en 1584 la declaró Patrona de la Música por su atracción irresistible  hacía los acordes melodiosos de los instrumentos.   

            La sesión la abrió Cesar, un veterano y consumado músico que dirige su propia “Escuela de Dulzaina”, y que se desvive por el impulso y fomento del folclore autóctono. Nos narró que su abuelo (quién le inculcó la vocación musical) fue hecho prisionero al terminar la guerra, y tras un simulacro de juicio, en el que fue enjuiciado junto a otros veinte republicanos más, fue condenado por rebelión militar y trasladado preso al penal de Valdenoceda, en Bugos. Allí, después de varios meses, cuando más desesperado estaba viendo cómo, cada cierto tiempo, a muchos de sus compañeros les sacaban del cuartel por la noche en camiones, y no regresaban, fue reclamado por la Dirección del penal para que, en su condición de músico profesional, colaborara con ellos para formar una “Banda de Música Militar”. Así, gracias a la música, y después de cuatro años dedicándose a la instrucción musical, recobró la libertad, aunque a su regreso no le permitieron seguir ejerciendo como profesor de “La Escuela Municipal  de Música.

            Seguidamente, Rut, una profesora de instituto y gran aficionada a la música, nos refirió que de pequeña, de impaciente que era, no logró aprender a tocar el piano (un Pleyel que habían heredado de un tío) porque no soportaba el lento método “paso a paso” que le imponía su maestro. Pero años más tarde, ya adolescente, lo volvió a retomar y aprendió a tocarlo a través de un método, inventado por ella misma, que consistía en ensayar una obra tocando piano, muy, muy lento e incrementando luego el tiempo día a día durante el tiempo que fuera necesario: así, dijo, había aprendido tenazmente a “bordar” el Opus 132 de Beethoven, que era su predilecto.

            Entrañable y aplaudida resultó la historia de Laureano, un tertuliano asiduo que nos deleita a menudo recitándonos cientos de poemas que sabe de memoria. Nos contó que su padre, maestro rural (como él) y gran aficionado al canto, y un amigo suyo, músico profesional, se dedicaban a recorrer las mañanas de los domingos los pueblos de los alrededores, en un viejo “Ford” que tenía. En ellos, en las escuelas, en las tabernas o en las plazas, reunían a la gente y, con el acompañamiento de violonchelo de su amigo, su padre interpretaban fragmentos de óperas y zarzuelas con la misma pasión que ponían en sus actuaciones en los teatros, porque creían firmemente que no era justo que lo más hermoso de cuanto ha hecho el ser humano no podía ser sólo para unos pocos elegidos. 
        
            Entre otros e interesantes relatos que igualmente se contaron, nos llamó a todos la atención el que nos regaló Luz, una profesora de yoga que, gracias a sus tablas de  relajación, nos ha ayudado a todos a dominar el autocontrol a la hora de intervenir. Emocionada, nos explicó que en la Escuela de Música de su pueblo, como su profesora no disponía de un piano, sobre una mesa, en una tabla, tenía pegados pequeños trozos alargados de papel, blancos y negros, que parecían simular un teclado. Allí, sentados frente a la mesa, hacía fingir a sus alumnos que tocaban a Chopin, a Schumann, a Liszt…, apretando los dedos sobre los trocitos de papel, mientras ella tarareaba la melodía de la mano izquierda, y los niños la de la derecha. Aunque se partían de risas al contemplarse a sí mismos de aquella manera, lo cierto era que así aprendían.

            Con el consiguiente silencio, cuando le llegó su turno, D. Marcial se echó la mano derecha al bolsillo interior de la americana, sacó de ella una pequeña flauta de bambú y mostrándonosla en alto para que la viéramos bien, nos dijo que aquel insignificante instrumento musical tenía un significado importante para él. Se la había comprado su padre, siendo niño, a un comerciante que recorría los mercados y plazas de todos los pueblos, allá en su Uruguay natal: las vendía ciegas, sin agujeros, para qué, de ese modo, cada uno pudiera hacer con los agujeros que quisiera poner la música deseada, ya que todos - decía convincente-  llevamos dentro de nosotros nuestra propia música. Acto seguido, se llevó la flauta a la boca y, ante nuestra sorpresa, como si quisiera demostrarnos de una vez para siempre que cuanto contaba era verdad, con indudable maestría nos interpretó algunas melodías populares, conocidas por todos.

            Quizás a alguno, después de la demostración, le convenció: pero a los más escépticos nos hubiera gustado verle desaparecer en alguno de los espejos del mercado del que nos habló.
                                     Pedro Navazo, Noviembre de 2017



UN DÍA CUALQUIERA


            La anciana del 4º estaba alineando cuidadosamente los geranios de porte colgante y hojas carnosas en su viejo balcón: tanto los acercaba al exterior que parecía que estuvieran observando con curiosidad el ajetreo  de la calle. Encima de ella, en la buhardilla, la pareja de gais ensayaban, muy entregados, un complicado baile tan lentamente y envueltos uno en los brazos del otro, que podrían haber sido una persona. Mientras en el 3º B, una linda adolescente, envuelta en una toalla, se estaba secando su rizada melena negra en medio de alegres melodías que un moderno aparato emitía a gran volumen. Al lado, en el 3º A, las voces de una pareja joven, que debían llevar un buen rato dando vueltas al mismo asunto, una y otra vez, en una de esas salmodias que no llevan a ninguna parte, se alzaban y descendían sin otra finalidad que alimentar la mutua irritación. Debajo de ellos, en el 2º B,  un hombre de mediana edad vociferaba y gesticulaba airadamente a través de su móvil: a su lado, la que parecía ser su mujer, se mordía nerviosamente las uñas mientras observaba con preocupación. Simultáneamente, el editor del 1ºB, devoraba con ansiedad, no sé qué textos, en su ordenador portátil  mientras consumía con avidez un cigarrillo tras otro. Asimismo, el joven estudiante de la misma planta, que parecía ajeno a todo y a todos, no paraba de hacer flexiones y de levantar pesas en el poco espacio de su habitación: sin la cama por hacer, la ropa apilada de cualquier manera en una silla y el escritorio repleto de libros y de revistas. A todo esto, la pareja de profesores del 2ºA salía del portal con su perro que, como todos los días, levantaba la pata en la esquina del quiosco y nos obsequiaba, orgulloso, con un largo y uniforme pis. En la calle, bajo el cielo de este interminable otoño, liso como una cúpula, los dispares e impacientes bocinazos de los automovilistas eran parte perenne del paisaje (tanto era así que incluso el meticuloso y competente portero del inmueble parecía no molestarse), las gentes grises derrengadas volvían del trabajo, había palomas cojas en las cornisas y unos niños sacudían un arbolillo  escuálido para que las pocas hojas que quedaban cayeran sobre ellos.

Y yo, el jubilado, sentado en el sillón enfrente de mi ventana, apuraba como siempre, a las ocho de la tarde, mi imperdonable cerveza en una jarra helada.

Suspiré con tranquilidad: ¡Era un día normal!


                      Pedro Navazo, Octubre de 2017




CORAZÓN ROSA


 Sé quién eres y di lo que sientes, porque aquellos a quienes les 
molesta no importan, y a quienes les importas no les molesta.
                                                                       (Dr. Seuss)


            Además de sus ojos azules y de su hoyuelo en la barbilla que, a pesar de su juventud, le confería cierto aire adulto, Javier, no sólo era el más guapo, sino también el menos bruto de toda la clase, dato muy a tener en cuenta tratándose de que vivían en un pueblo: donde los chicos, ya de pequeños, deseaban tener los puños de fulanito, la valentía de menganito y los diecinueve pelos del pecho de zutanito, y donde  las cuadrillas se regían de acuerdo con un código elemental basado en el prestigio de la fuerza.

            Fue precisamente el día que Javier cumplió los catorce años, cuando Roberto, un compañero y vecino suyo con el que solía quedar al salir de clase para regresar al barrio, y con el que de vez en cuando hacían los deberes en su propia casa, venciendo su cobardía, dibujó con mano temblorosa en un papel de color rosa su nombre junto al de él dentro de un corazón, colgándolo después en el tablero de anuncios del Instituto.  

            El talante pacífico de Javier quedó de manifiesto ese mismo día, cuando él mismo (en vez de obligar a su pretendiente a que lo hiciera en presencia del resto de compañeros) se encargó de descolgar la declaración, y a la salida, a solas, le dijo con palabras severas y amenazantes:
— Si me vuelves a hacer lo mismo: ¡lo pagarás! 
           
Pero al acabar el curso, no se sabe si fue por esa primera adolescencia que no tiene miedo a nada, o tal vez aturdido por la invasión de hormonas que, imparables, borboteaban con brío en su interior o por ver hasta donde Javier estaba dispuesto a llegar, el caso es que Roberto volvió a dibujar un nuevo corazón todavía más grande en otro papel rosa y lo colgó en el mismo lugar. Entonces sí, la paciencia de Javier conoció su límite y esta vez no se molestó en quitar el corazón: aguantó con estoicismo durante unos días las risas y las bromas pesadas de los compañeros, y cuando en el fin de semana vio a Roberto pasear con una amiga por el centro de la plaza se fue hasta él y de un fuerte golpe le derribó delante de todo el mundo… No podía ser de otra manera: si la vergüenza había sido pública también el castigo debía serlo.

— ¿Por qué me obligas a hacerte esto? - dijo mirándole con un gesto de piedad, como si los golpes que le propinaba le dolieran a él más-: ¡Te avisé de que no volvieras a hacerlo!... Pero tú…
Mientras Roberto recibía los golpes como si fuera un triunfo, por haber llegado (en cierto modo) a lo más profundo de él, a lo más hondo de su corazón, Javier, una vez saciada su ira y su vergüenza, recibía los golpes solidarios que en la espalda le propinaban algunos compañeros. Cuando ya pasó todo y el grupo se dispersó, Roberto se agarró del brazo de su amiga y abandonó la plaza con una leve sonrisa y una inexplicable sensación de libertad.

Desde entonces han pasado ya muchos años… Javier es abogado, vive en Madrid,  está casado y tiene dos hijos que, como él, tienen los ojos azules y el hoyuelo en la barbilla. Por su parte Roberto, huyó del pueblo al terminar Bachiller harto de palizas, burlas, ostracismo… y de que le llamaran “ La Roberta”, solo por ser diferente, y fue en la Universidad (en la Escuela de Periodismo) donde se dio cuenta de que no era excepcional, como él creía, al notar cómo prácticamente en todos los lados se topaba con hombres que le miraban directamente a los ojos con una invitación, y de que la homosexualidad era un mundo paralelo coexistente con la realidad elegida. Al terminar Periodismo, entró a trabajar como colaborador en una revista, y desde hace unos años vive en pareja con el profesor que le dio clases de Expresión Oral y Escrita.

Casi todos los años, en las fiestas del pueblo, Javier y Roberto se saludan y encuentran el hueco de una cena o un café para ponerse al tanto de sus vidas. Todavía Javier, al recordar sus años de Instituto, aquella edad del pavo en la que a uno le cuesta encontrarse a uno mismo, se disculpa por aquella paliza que aún sigue avergonzándole, mientras que Roberto le calma y le dice que no se atormente, que hizo lo que tenía que hacer porque en un pueblo como el suyo, y más en aquellos tiempos, sus nombres no tenían cabida en un corazón.

               Pedro Navazo, Septiembre de 2017



EL PEREGRINO

                                                                  El turista viaja, el senderista anda, el peregrino busca.


            Después de treinta etapas (con casi ochocientos kilómetros a sus espaldas, desde que comenzara a pie el trayecto del Camino de Santiago en Saint Jean Pied de Port), siguiendo paso a paso la senda de las flechas amarillas, de concha a concha, de raya a raya, de vieira a vieira, de mojón a mojón; avanzando entre valles, con bosques encantados, cárdenas roquedas y arroyos cantarines, donde los rezos repican en ecos; salvando montes plagados de molinos de aire, cuando  apenas se pueden distinguir las primeras sombras en el horizonte, y colinas con caminos zigzagueantes, en las que han sido asaltados los peregrinos a lo largo de los siglos; cruzando puentes llenos de gracia y de poder, por los que hay que pasar, al menos una vez, para saber realmente lo que la historia cuenta cuando se refiere a sus dominios; coleccionando amaneceres en los que el sol aparece como un rayo, y fotografiando puestas que solo duran unos segundos; durmiendo a cielo abierto, observando el hormiguero de estrellas y un reguero de camino de leche que conduce hasta la mismísima meta; experimentando bajo el techo de austeros albergues la vivencia de compartir, al lado de otros cuarenta peregrinos, el sudor, el dolor, los ronquidos, el agua fría de la ducha, algo de conversación y, además, risas; extasiándose con capiteles  alquimistas, rosetones estrellados, crismones con dragones, vidrieras de mil colores y  de demonios, ángeles, serpientes enroscadas… y escenas apocalípticas esculpidas en las piedras de monasterios y catedrales; deteniendo sus pasos, saboreando olores, sabores y colores, en pueblos tristes y vacíos en los que el tiempo se mide de otra manera, que dan una lección de humildad al peregrino que camina sin despegar la vista del suelo golpeando su cayado con ritmo;  dejando atrás la paz y la armonía de los páramos castellanos, con sus campos de trigo verde salpicados de amapolas, los millones de girasoles que voltean sus cabezas en busca del último rayo de luz y kilómetros de recorrido a pleno sol sin árboles, ni fuentes y sin una sombra bajo la que tomar respiro; llenándose por donde pasa de historias y leyendas  de gallos que cantan después de morir asados, de romanos que cambian el curso de los ríos para extraer el oro en un alarde de poder frente a la naturaleza, de fantasmas que tocan las campanas de pueblos sepultados bajo el agua en pantanos la noche de San Juan, de bruxas que vuelan los días de luna llena por riba das silveiras e por debaixo das carballeiras…, y de las ánimas de aquellos poderosos moros  que no quisieron abandonar España, y de montañas de niebla en las que habitan los fantasmas vestidos de caballeros que custodian sus castillos; arrojando su piedra  en el amilladoiro de la “Cruz de Ferro”, al igual que hacían los segadores gallegos cuando abandonaban su tierra para ir a trabajar a Castilla; pernoctando en el albergue de Manjarín, donde “El Templario” Tomás, enfundado en su hábito de caballero, y con una reproducción de la espada de Jaime I en la mano, convoca al amanecer a las fuerzas de la Tierra para guiar a sus peregrinos en la búsqueda del conocimiento; culminando, bajo la lluvia, la temible ascensión a O Cebreiro, en cuyo santuario prerrománico se produjo el milagro del Grial gallego; … y venciendo flaquezas y desánimos, ha llegado - ¡por fin!-, desde el monte O Gozo (donde pernoctó) exhausto, impregnado de eucalipto y con los pies deshechos a los aledaños de la Catedral de Santiago.

            Sentado en las escaleras de piedra de “La Plaza de las  Platerías”,  observa absorto a la multitud que allí se concentra: haciendo cola  para entrar en la capilla; paseando por la plaza, o -como él- esperando en las escaleras descansando; sacándose fotografías; mostrando exultantes la “Compostelana”;  preparándose para continuar el camino;… o celebrando (con abrazos eufóricos) el haberlo finalizado. Allí donde mirara, se reunían en parejas o en grupos más numerosos.

            El orballo, esa precipitación típica de allí que, sin llamar la atención, va filtrándose hasta calarlo todo, ha comenzado a caer con ganas, y todo el gentío se apresura a unirse a la larga fila para esperar su turno.
            Recogiendo su mochila y el “palo” espera también paciente hasta que, minutos después, se adentra en la oscuridad del templo. Nunca ha sido muy religioso: si está allí es por su amor a la historia, a las piedras, a lo antiguo…, a lo que perdura. No obstante, capta enseguida el sobrecogimiento que se apodera en muchas personas que le preceden.  

            Tras abrazar y besar el manto de metal del santo, mientras los fieles escuchan las plegarias que se oyen por la megafonía de fondo, prosigue el circuito cerrado: uno a uno, bajan hasta la cripta del apóstol, saltándose a veces la norma de no tomar fotos (es duro resistirse), a cumplir su promesa.

            Al finalizar el acto religioso, la gente se arremolina lo más cerca del altar con ojos expectantes: un gigantesco incensario (“El Botafumeiro) vuela por toda la nave transversal mediante un sistema de poleas manejado por ocho hombres (los  tiraboleiros),  purificando y bautizando de humo el instante. Cuando cesa, como si de un espectáculo se tratase, la gente aplaude.

            Ya fuera, en el Pórtico de la Gloria (cuyas interminables obras impiden la visión de Jesús Divino, rodeado de los cuatro evangelistas y los veinticuatro apóstoles del Apocalipsis afinando sus instrumentos musicales, dando la bienvenida a la Catedral a todos los peregrinos), cumplidos los honores y realizado el ritual, el peregrino se pone el chubasquero, recupera su sombra y –solo- prosigue su camino hacía Fisterra (onde a tierra acaba o comenza): porque allí, donde el sol es tragado cada día por el océano, en el misterioso morir y renacer de la vida, será donde habrá de tener lugar la verdadera  experiencia transformadora.

            … En Santiago, mientras, la lluvia arrecia.

                            Pedro Navazo, Junio de 2017



CONTACTOS


Amelia puede que esté algo falta de oído. Vale. Si: ¡está muy sorda!, y no se entera de muchas cosas.

Aunque hay gente a la que esta situación le causa ansiedad, ella se encuentra relativamente feliz en su burbuja auditiva:

La mayoría de la gente no tiene cosas interesantes que contar –opina al  respecto. 

Su vecino de planta, Paulino, militar recientemente jubilado, tiene verborrea intermitente y un alto concepto de sí mismo: los dos procuran no compartir espacio en el ascensor, y cuando coinciden en el portal ni tan siquiera se dirigen la palabra.


Ambos desconocen que diariamente, hasta altas horas de la noche, chatean como “Flor de Lis” y “Pájaro Nocturno” en una página de contactos de internet, para combatir sus soledades: y no parece que se lleven mal.   

                                     Pedro Navazo, Abril 2017



RECUERDOS

    Mientras la impía  lluvia primaveral, que de repente se presentó, borraba la rayuela pintada con tiza blanca por unas niñas en el pavimento adoquinado de la plaza, Sara miraba a su hermana Elisa con algunas lágrimas en los ojos: las dos, al no tener otra cosa mejor que hacer, se habían pasado  toda la infancia practicando el juego y eran realmente muy buenas jugadoras. 

      Ahora en la misma plaza, la que seguía conservando la misma fuente en su centro y unos bancos bajo unas acacias. Sara con su andador y Elisa con su bastón decidieron, como antaño, que era hora de regresar a casa.


                                                Pedro Navazo, Marzo de 2017


  
                                                          
                                        DUDA ESCLARECEDORA


     Nunca se había considerado muy inteligente, por eso le extrañó tanto lo que el mismo “Día de San Valentín” le acababa de decir una mujer con la que, de vez en cuando, compartía asiento en el tren que cada mañana cogía para ir a trabajar:- Da gusto llevar de compañero de viaje a un hombre tan inteligente como usted -.

El hombre (ruborizado) se quedó perplejo, y durante los siguientes minutos reflexionó sobre las eventuales razones que habían animado a su vecina de viaje a pronunciar tan  sorprendente frase.   

   
   Después de un rato de trasiego neuronal, se quedó con tres hipótesis:

1) La mujer era muy inteligente y le había dedicado tan excelso elogio porque pretendía algo de él.

2) La mujer había mentido por lástima, quizá, porque ella era la amabilidad personificada.
3) La mujer, una estúpida, sólo era capaz de captar en el otro la estupidez que ella llamaba inteligencia.

    Como la última opción, de las tres, le pareció la más plausible, el hombre, confirmada su proverbial estupidez, enlazó la mano que le tendía la mujer, y antes de llegar a sus destinos hicieron ya planes para celebrar esa misma tarde la festividad del santo enamorador. 

                                    Pedro Navazo, San Valentín 2017